El
Ángel Exterminador • 17
Julio 2013 - 2:46am — Óscar Jiménez Manríquez
- David
Arenas Amaya destacaba por ser un poderoso 'rompelíneas' en su época de
gloria deportiva, allá por la década de los cuarenta. Hoy, el ex jugador
está c

Foto: Especial
México
• La fotografía en la que Arenas Amaya aparece vestido con el uniforme de
futbol americano es un capital invaluable para sus siete hijos y muchísimos
nietos. La imagen en blanco y negro, conservada en un cajón durante varias
décadas, es un trozo de vida que habla de ese joven que llegó a brillar como fullback
del equipo de la ESIME.
El retrato es una joya. Corresponde a
los tiempos en que el futbol americano comenzaba a practicarse en México. Una
cancha de tierra, unos cascos de cuero que parecen más bien de pilotos
aviadores y esos botines negros que les sentarían mejor a unos mineros.
La precariedad que se desprende de
ese árido campo resalta la actitud de compromiso con que posa el jugador.
Entusiasmo al joven no le falta. Eran los tiempos en que el barbiquejo
consistía en un simple cordón que se amarraba a los cascos. Años en los que se
bloqueaba sobre todo con la cadera y no con los hombros.
Al centro de dicha instantánea, un
joven de unos 19 años de edad, con el número 32 impreso en su camiseta, observa
con atención el lente de la cámara, sin imaginar siquiera que ese trozo de
realidad se convertiría al paso del tiempo casi en el único testimonio de su
enorme pasión por el deporte.
Han pasado siete décadas de aquel
entonces, cuando el muchacho que mira detenidamente a la cámara, David Arenas
Amaya, llamaba la atención por su capacidad para penetrar entre las líneas defensivas.
Abrazaba el balón y se dedicaba a sumar yardas al ataque.
Ese mismo joven, el de las manos
apoyadas contra las rodillas y la camiseta número 32, está ahora sentado junto
a mí en un restaurante de la
Ciudad de México. Su cabello es blanco y me observa detrás de
sus gafas. Sonríe en silencio. Hay que gritarle muy cerca del oído derecho para
que pueda escuchar.
Pese a los años transcurridos, en su
mirada se aprecia que no ha perdido aquella vitalidad con que arrastraba el
ovoide y perforaba las líneas defensivas de los equipos de la Universidad Nacional,
el Club Deportivo Internacional (CDI), el Colegio México y el Centro Atlético
de México (CAM).
Le tocó viajar a Estados Unidos con
el equipo de ESIME, para enfrentar a unos rubios y musculosos jugadores, que
terminaron por reconocer el coraje con que se jugaba el futbol americano más
allá de sus fronteras.
David Arenas Amaya cumplirá 90 años a
finales de este mes de julio. Le sobran nietos y deseos de comer. Tiene frente
a él unas empanadas de queso. Ha sabido mantener el buen apetito de sus tiempos
de gloria, cuando era un fullback que aparecía con frecuencia en
el diario deportivo Esto.
En su época, el Politécnico y la UNAM se enfrentaron por
primera vez, con victoria de 6-0 para los del Poli, quienes al fin
pudieron romper el dominio abrumador de la Universidad, que de
1933 a 1944 había ganado 12 campeonatos nacionales consecutivos.
De pronto, empuña contra el piso un
bastón que trae la figura de un jaguar. Trata de acordarse de aquella formación
en “caja” detrás de la línea, de esos bloqueos ofensivos en los que no se
empleaban las manos, sino únicamente la cadera.
Por aquellos tiempos se libraban
grandes batallas, según cuenta el doctor Jacinto Licea, leyenda del futbol
americano en México y entrenador en jefe por varias décadas del Politécnico:
“Más o menos por 1935, una selección de estrellas que representaba a las
escuelas técnicas del Politécnico abordó el tren Olivo para viajar a
Washington, allá causaron una gran impresión ante unos 40 mil aficionados.
¿Quién lo iba a creer?”.
El joven con el número 32 en el pecho
fue alumno de la
Escuela Superior de Ingeniería Mecánica y Eléctrica, carrera
que no pudo concluir por cuestiones económicas. También jugó para la Asociación Cristiana
de Jóvenes (YMCA). Hasta que sufrió esa lesión en la espalda que lo alejó del
deporte de las tacleadas.
Fue internado en un hospital, y allí,
mientras recibía los cuidados para rehabilitarse de su lesión, como un destino
natural, cambió una pasión por otra. Se enamoró de Mercedes, la enfermera que
lo atendía, y quien más adelante se convertiría en la madre de sus siete hijos.
Bien visto, si uno observa con
atención al muchacho que posa para la foto, el mismo que deseaba ganarse la
vida de ingeniero, descubrirá que desde aquel entonces, a mitad de los años
cuarenta, ya tenía proyectado llegar más allá de la yarda número 90.
En las paredes de su casa llegaron a
colgar las riñoneras y tablas que usaba durante su etapa de jugador de
americano, instrumentos de guerra de una época que con el tiempo se evaporó. De
allí el valor de este retrato, que nos recuerda el pedazo de vida de un pionero
en su deporte.